Quizás
deba hacer un viaje sobre naves y cielos. Quiero alejarme de esta tierra que ha
secado mi alma sin motivo ni razón, anulando mi creatividad. Para aliviarme imagino
personajes y actuaciones…
Ha oscurecido hace horas y la noche se
ha hecho dueña del lugar. Un coqueto taconeo, un abrigo hasta media pierna que
adivina el buen cuerpo se interna en el callejón. Podría pensarse en citas de
una acompañante por catálogo para todo servicio, sin embargo, con el aliento
que nubla el frío abre la puerta que dice: “camarines”. Recorre el pasillo
hasta el suyo y comienza una delicada transformación.
Mis
hilos de titiritero la harán resplandecer.
Ni siquiera advierte las zapatillas de
entrenamiento y en cada representación usa un par nuevo, pues la posición o la
forma de los dedos cambia para bailar de punta con excelencia. Las golpea para
ablandarlas, dobla el talón hacia la punta y encuentra el lugar donde cocer las
cintas con las cuales una vez entrelazadas y atadas parecerán una prolongación
natural de sus pies.
Recoge el pelo en un apretado rodete y,
frente al espejo, se materializa con sus utensilios de hechicera el personaje
de la obra de hoy. Las pestañas se alargan para volar, un azul profundo y lleno
de estrellas emula los ojos de Nefertiti y como sabe que el rayo de luz que la
seguirá cambia los colores, da a sus labios color de sangre.
Se sujeta el negro corsé recamado y el
tutú a la italiana que apoyará en las caderas dejando al descubierto las
piernas que en punta serán las de una mágica ave.
En mi mente ya es Kitri que acepta,
resignada, por esposo a Camacho.
Sale por un camino de pasillos que
conoce por la reiteración. Entra en la sala de entrenamiento para calentar los
músculos. Su partener hace lo mismo y se saludan con la agitación que les
produce el ruido del público que entra. Poco hay que decir tras tan buena
temporada.
La orquesta prueba y afina los
instrumentos en una cacofonía que el conductor conoce y corrige. El reloj da la
hora. El público aplaude al director que pone orden golpeando la batuta sobre
el atril.
Suben apresurados tomando sus posiciones;
el maestro de sogas da la orden; el aprendiz, ante la señal, abre el telón y el
espectáculo comienza.
Ella danza con una destreza que solo los
años y el empeño constante dan. Vuela en el aire, la recibe el compañero y la
hace parecer una alondra que se posa en el nido.
Realmente
no sé si admirarlo u odiarlo por estar tan identificado con ella.
Giran y evolucionan hasta que el acorde
final los deja en la pose del “pa de deux” del Quijote de Petipa. El público
estalla en gritos y aplausos por el espléndido espectáculo. Salen repetidamente
de la abertura de los telones para agradecer; hacen sucesivas “réverénces”, para
ello coloca un pie detrás y dobla la rodilla mientras él, más atrás, inclina la
cabeza con naturalidad.
Finalmente, una niña le lleva un ramo de rosas
rojas, son el símbolo del amor y el respeto que los une al público. Un niño le
acerca un ramo de gardenias blancas, que le dicen que esta preciosa y que tiene
un amor secreto. Por un momento duda, pero luego, con una sonrisa, deja el ramo
de rosas como homenaje sobre el escenario y, misteriosa, se lleva las
gardenias.
Con el cansancio de años (practica desde
los seis) se acicala y vuelve a ser una elegante mujer que se dirige a la avenida.
Al abrigo le ha agregado una chalina de seda blanca sobre el rostro, para no
ser reconocida y, con apetito, cruza la calle para recuperar los kilos que
perdió durante la función.
Como Gepetto con Pinocho quiero darle
vida, de modo que transformo todo el evento en un sueño. Cada vez que mi alma
se sienta yerta, me echaré a dormir y en esa fantasía esconderé mi amor por
ella y mi corazón la seguirá mientras martille mi pecho y dance con cada
contoneo de su fémina figura.
Carlos Caro
Paraná, 30 de
noviembre de 2016
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