El mundo ha fallecido con tu espiración
y cansado de esta lucha sin cuartel mi ánimo se rinde. No buscará el amanecer,
no buscará el renacer desde la noche ni con su reina, la luna, he de bailar.
El cadáver del día niebla es. No por
la alborada ni porque el lucero se apague, no… Es tu alma que parte, son las
nubes de una tormenta sin nacer, es el silencio de las arboledas inmóviles y el
viento que recorre los huesos que el frío descarna.
Me interno por calles anónimas, por
veredas sin fin y pasajes silentes. Las jalonan espectros de los amigos
perdidos y las almas errantes de los condenados. Mi destino de estatua de sal,
sin vida ni amor, me aguarda al otro lado de la ciudad, como si fuera Sodoma y
Gomorra tras la destrucción por el cataclismo bíblico.
Hollo las ruinas de la plaza
principal con pasos que levantan el polvo de milenios. Apenas taludes muestran
los antiguos canteros que parecen cenizas. Cruzo la diagonal evitando el
montículo de la otrora estatua ecuestre y, mirando en dirección a los Andes, ni
siquiera encuentro la herrumbre de su bronce. La catedral ha perdido a Dios. Lo
perdió en los escombros de los campanarios silenciosos y en la vergüenza de una
cúpula caída sobre el mayor de los altares.
El atónito reloj de la municipalidad
muestra la hora aciaga desde el suelo, frente a las carcomidas puertas. Un
destello semeja vida, pero al instante, esa única ventana que parece ojo, se
enturbia con cataratas. Ha sido el reflejo de un rayo sin trueno o el
resplandor de un meteorito que efímero se quema.
Enfilo por la vía dolorosa, me encolumno
en la larga hilera y me confundo en los miles de funerales de la historia. Pero
es aquel el que mi memoria revive al reconstruir los edificios que la bordean
con precisión fotográfica, hasta el más mínimo ladrillo y la más elegante
moldura.
A veces soy amigo, a veces pompa, y a
veces, tu amante desesperado. El féretro que con su Cristo traidor aúlla tu
nombre, cruza el enorme y clásico umbral del cementerio. Con él el hombre le
puso límite a la última morada. Como si la muerte tuviera algún límite o
escrúpulo con la existencia.
Me tambaleo sin fuerzas con el peso
de la manija y me conducen, ciego por las lágrimas, hacia las aceras sin nombre
de la necrópolis. El panteón se acerca gigante, la reja rechina y se abre, y en
el nicho te dejan.
Los rosarios rezan letanías absurdas
de cuentas extrañas. La humanidad se despide y se va. En la soledad me mira tu
rostro desde la lápida con la foto al lado de la flor. Se apaga el universo, el
luto me ahoga y comprendo que este será mi purgatorio.
No lo veré al Señor hasta que pene el
haberte amado tanto, y será hasta el fin de los tiempos, pues mi pecado será sacrílego.
Será el
no arrepentirme de haberte querido con tan gran locura alucinado por la pasión.
Carlos Caro
Paraná, 27 de junio de 2016
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