Ante el
indiferente agujero negro que forma, en el centro de la galaxia y de mi alma,
el cañón del revólver, no tengo más consuelo que esta epístola final. En una
mezcla de angustias y lágrimas mojo la pluma y escribo… Escribo y lo
presientes. Canto y lo coreas. Cuento y lo imaginas. Mis susurros te acarician,
mis dedos te buscan y mi corazón alucina tu amor.
En este
ignoto mar de hojas, donde ondulan los renglones, desato mi pasión. Es
melancólica, trágica o febril, cuando me ignoras y florece en risas, arcoíris y
lozanía, al hacerme tuyo.
Oculto, escondido
y vergonzoso, discurre mi mente este mensaje. Nunca será entregada esta misiva,
no pronunciará mi voz su contenido ni delataran los ojos el calvario que provoca
recordar...
Me
duelen aun aquellos días que alargaban tu presencia, paseos infinitos que llegan
a destino con sorpresa. Bancos de plaza que resultan estrechos ocultos en la
media sombra de la siesta. Errabunda nariz entre las flores y el cuello,
piropos que sopla el aire manso en la sinrazón del querer. Tardes intensas en
camas extrañas. Juegos y sonrisas entre las sábanas. Mirada perdida, “la petite
mort” y el desenfreno. Saciedad, descanso y el cigarrillo.
La noche
nos guarda en una clandestinidad, con contenidas carcajadas, entre las sombras.
En un rumbo tortuoso, de farol en farol, te llevo a una elegante cena. Quizás
sea solo un canapé, el alcohol que inflama y el baile en el que, orgulloso, te
muestro. Con el taconeo solitario de la madrugada, un beso borracho que busca
la lengua y el roce del vestido al entrar, cierras la puerta.
Días que
se hicieron meses, meses que recuerdo como años y años en que encanecí como
felices en la manía del viejo, en la inocencia del joven y en la tribulación
del idiota que en la mañana anhelaba tu cuerpo en la fría soledad del jergón.
Porfiado
en la quimera, sufría el trabajo y lo dejé. Para dar satisfacción a tu afán
vendí lo que tenía, no pagué el alquiler, abusé de los amigos y un zaguán me recibió.
Sentí que me diluía, que me hacía transparente y que perdía sustancia y amor
propio. Nada era cuando tu ceño se frunció de rechazo.
Aparecieron
las excusas, el no encontrarte, como un hueco, en la interminable procesión de
mis días y sospechar la pérfida mentira. Desarticulado en el anónimo cordón de
la vereda te busco en el cielo celeste de la esperanza. Sin embargo, me condena
la ceniza de lo que fue mi cariño y me abate la locura más total y absoluta que
explota, incrédula, en fragmentos de furia incandescentes cuando te ve, sin
remordimiento, pasar con otro.
Otro que
también será fantasma de tu memoria tras dejar la última moneda en la mesita de
luz de aquel hotel.
Carlos
Caro
Paraná,
10 de julio de 2016
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