Estimada
amiga Magdalena, compañera y por qué no confesarlo, amada:
Muchos son los motivos de esta misiva. Algunos
personales, otros políticos, pero el más acuciante es la alarma que me produce
la actividad de mis enemigos. Como espero que esta no sea vista por otros ojos
que los tuyos, me permito divagar y recordarte con el mayor de los cariños…
Calor,
sol y brillo que encandila, pero no sudor… Llevo horas siguiendo la senda de
tierra y el viento recalentado lo evapora apenas sale de mis poros. Parezco un
espectro de polvo gris, un fantoche de arena en movimiento totalmente
deshidratado. Desesperado, busco alguna sombra o refugio. Estoy tan cansado que
me sentaré y dejaré que Dios decida mi destino. Sin embargo, un espejismo
multicolor, vibra en la loma y se acerca.
Cómo
olvidar tu risa, mi nombre en tu voz y tu alegría al hallarme. A fuego se
grabaron en mi cerebro los colores de tu vestido, el flamear del paño que
limpió mi cara y el agua que corrió por mi insaciable garganta. Casi inconsciente,
te llamé como a mi madre, y desde entonces mi amor por ti creció tutelado por
la determinación.
Algunos camaradas
del grupo desconfiaron, pero al oír tus argumentos y escuchar la vehemencia con
que los defendías, te aceptaron. Los simples, sencillamente, se enamoraron y
los inteligentes advirtieron el potencial de tu liderazgo entre las mujeres.
Formarías una muralla humana que me defendería.
Comencé
la revolución al recorrer los pueblos y ciudades del oeste, a orillas del mar
dulce. Di consejos sensatos, respeté a los mayores e introduje la duda sobre la
influencia extranjera. Miné la confianza en la burguesía y las instituciones
religiosas mostrando los beneficios de una sociedad más igualitaria, del perdón
de un Dios más benigno y de una vocación de unión en lugar de la mercantil
competencia.
Bregabas
a mi lado, despertabas el hambre de libertad femenina y, aun con pocos
conocimientos de medicina, curaste a más de un enfermo. Las decenas se hicieron
cientos de personas. Los aportes y las donaciones fluyeron como agua y, para mi
disgusto, hubo que preparar la logística. Cada acto, cada discurso y cada
presentación requerían encontrar el lugar, las vituallas y los recursos. Solo
tú y Juan eran capaces de organizar ese caos, los demás daban información
general o acomodaban a los concurrentes.
Creo que
pequé de orgullo, creí que tenía una misión manifiesta y no supe leer el odio,
el miedo y la envidia que generé. A medida que me acercaba a la Capital, la
maquinaria política se puso en marcha. Ya fuera por la fuerza, la justicia o la
propaganda mentirosa, me detendrían.
Miles me
proclamaron, pero no bastarían, no eran suficientes. En el cuartel y embajada
extranjera se reunieron los burgueses, los políticos y la curia. No
desaprovecharían la oportunidad y munidos de palos y violencia no lo hicieron. Han
puesto precio a la delación y he sido condenado de antemano a una parodia de juicio
y a un castigo ejemplar con el cual tratarán de que se olvide mi mensaje.
Jesús
dice <<Lleno de agónica tristeza noto el frío entre los olivos de
Getsemaní y mientras veo acercarse las antorchas, con Judas a la cabeza, palpó aún
tu último beso sobre mis labios. >> [98]
Del
evangelio apócrifo de sentencias [117] de Tomás.
Carlos
Caro
Paraná,
19 de agosto de 2016
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