Él la sostenía inmóvil sobre su
regazo, parecían una efigie. La abrazaba y se lamentaba, le mesaba los cabellos
y lloraba silencioso. Hincado en el barro de la orilla, las pequeñas olas
mojaban su nuevo jean. Llegó hasta
allí desde el vehículo estacionado en la banquina.
Las horas pasaron como aves sobre la escultura
de la pareja y la luz menguó. El céfiro helado pareció devolver algo de cordura
y la estatua se partió en dos. Julio la introdujo en el río y la dejó flotar.
Miró todavía un instante el ondular de la larga chalina blanca hasta que la
corriente o el atardecer de fuego reflejado en ella se la llevaron. Mientras
regresaba, siguiendo sus huellas hacia el auto, prefirió pensar que ella flotaba
en el cielo. También en la cruda soledad que le tocaría enfrentar y recordó...
Ansiedad… Impaciencia es lo que
tengo, me repito mientras bailo saltando en un pie como un cheroqui alrededor de la fogata. Lucho con la pernera del jean nuevo que se resiste y finalmente
pierdo el equilibrio al caer sobre la cama. La risa es como una válvula de
escape que deja salir la agitación cuando consigo pasar la pierna. La camisa
nueva es aplaudida por el espejo mientras me peino y al mirar el reloj
invertido en la imagen, creo que sobra tiempo, pero sé que no lo tengo, de modo
que corro como un poseso.
Mi razón insiste en que son apenas
tres cuadras, sin embargo, cada paso se alarga y en esa eternidad dejo años.
Cuando entro en el café lleno de murmullos, gritos y perfumes, éstos se apagan
y desaparecen por el efecto mágico de la sonrisa de Bianca.
La invité en la oficina, luego de un
largo minué con el que pretendimos conocernos y si bien hemos intercambiado intensas
charlas, fantaseo que la cita de hoy nos hará íntimos.
La tarde pasó vertiginosa y, aunque
traté de retenerla como a un recuerdo preciado, cada pocillo me endulzaba el
corazón. Conté mi biografía desde imaginarios anaqueles, volumen por volumen y
recité un piropo tras otro.
La noche amaneció gloriosa con
alcohol y borracho de felicidad la interrumpía con confidencias. Luego, sin
rumbo, me encandilaron las luces de neón y encontré un restorán donde elegí el
más desorbitado menú. El sommelier
percibió la burbuja de seducción que nos rodeaba y aprovechó para hincharla con
un exquisito champán. Allí entendí la fama de las columnas de globitos en el
ámbar de las copas, entre los fuegos artificiales de las carcajadas.
Mientras asía su cintura callamos, pues
el deseo calcinaba mi brazo y el anhelo había quemado su cuello. En la puerta
del departamento escudriñó mi alma y, con una extraña melancolía, me condujo a
él. Todo cambió. Encendió un velador, pero se ubicó entre las sombras. Sentí
frio, un raro presentimiento y un temor que no me explicaba. Con voz monocorde
y desapasionada, llena de tiempo y desesperación, me contó de su enfermedad
terminal. De estudios, de rezos y una vez convencida, de una terca rebeldía. No
quería morir entre dolores atroces ni que la devoren por dentro.
Su plan es sencillo, pero espantoso. Sobredosis
y jeringa, están ya preparadas para que cumplan con su cometido: poner fin a
una agonía insostenible por el dolor. Desde el momento de esa decisión, su
tenacidad cedió. Volvió a ser la simple mujer que encontró consuelo al pensar que
ese final merecía el sostén de un gran afecto. Dejé escapar el aliento…, largo
como la desilusión de mi amor y sentí que también moriría un poco.
— ¿Por qué yo? — le pregunté.
—Porque desde que te conocí pensé que
eras el único capaz de quererme tanto como para dejarme ir— respondió.
Asentí con la cabeza, adiviné en el
universo de tinieblas del cuarto que consumaba su propósito e inyectaba de
tristeza mi futuro.
—Hará efecto en una hora. Me gustaría
ver el río, ¿no me llevas? — preguntó con una conmovedora voz de niña.
Otra carrera alucinada en busca del coche;
le abro la puerta, se acomoda y mientras ajusto la chalina blanca a su cuello,
me besa sin pasión y me despide: —Gracias Julio.
Carlos Caro
Paraná, 14 de agosto de 2016
Descargar PDF: http://cort.as/kTUZ
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