miércoles, 17 de agosto de 2016

Ella, fugaz





Él la sostenía inmóvil sobre su regazo, parecían una efigie. La abrazaba y se lamentaba, le mesaba los cabellos y lloraba silencioso. Hincado en el barro de la orilla, las pequeñas olas mojaban su nuevo jean. Llegó hasta allí desde el vehículo estacionado en la banquina.
Las horas pasaron como aves sobre la escultura de la pareja y la luz menguó. El céfiro helado pareció devolver algo de cordura y la estatua se partió en dos. Julio la introdujo en el río y la dejó flotar. Miró todavía un instante el ondular de la larga chalina blanca hasta que la corriente o el atardecer de fuego reflejado en ella se la llevaron. Mientras regresaba, siguiendo sus huellas hacia el auto, prefirió pensar que ella flotaba en el cielo. También en la cruda soledad que le tocaría enfrentar y recordó...
Ansiedad… Impaciencia es lo que tengo, me repito mientras bailo saltando en un pie como un cheroqui alrededor de la fogata. Lucho con la pernera del jean nuevo que se resiste y finalmente pierdo el equilibrio al caer sobre la cama. La risa es como una válvula de escape que deja salir la agitación cuando consigo pasar la pierna. La camisa nueva es aplaudida por el espejo mientras me peino y al mirar el reloj invertido en la imagen, creo que sobra tiempo, pero sé que no lo tengo, de modo que corro como un poseso.
Mi razón insiste en que son apenas tres cuadras, sin embargo, cada paso se alarga y en esa eternidad dejo años. Cuando entro en el café lleno de murmullos, gritos y perfumes, éstos se apagan y desaparecen por el efecto mágico de la sonrisa de Bianca.
La invité en la oficina, luego de un largo minué con el que pretendimos conocernos y si bien hemos intercambiado intensas charlas, fantaseo que la cita de hoy nos hará íntimos.
La tarde pasó vertiginosa y, aunque traté de retenerla como a un recuerdo preciado, cada pocillo me endulzaba el corazón. Conté mi biografía desde imaginarios anaqueles, volumen por volumen y recité un piropo tras otro.
La noche amaneció gloriosa con alcohol y borracho de felicidad la interrumpía con confidencias. Luego, sin rumbo, me encandilaron las luces de neón y encontré un restorán donde elegí el más desorbitado menú. El sommelier percibió la burbuja de seducción que nos rodeaba y aprovechó para hincharla con un exquisito champán. Allí entendí la fama de las columnas de globitos en el ámbar de las copas, entre los fuegos artificiales de las carcajadas.
Mientras asía su cintura callamos, pues el deseo calcinaba mi brazo y el anhelo había quemado su cuello. En la puerta del departamento escudriñó mi alma y, con una extraña melancolía, me condujo a él. Todo cambió. Encendió un velador, pero se ubicó entre las sombras. Sentí frio, un raro presentimiento y un temor que no me explicaba. Con voz monocorde y desapasionada, llena de tiempo y desesperación, me contó de su enfermedad terminal. De estudios, de rezos y una vez convencida, de una terca rebeldía. No quería morir entre dolores atroces ni que la devoren por dentro.
Su plan es sencillo, pero espantoso. Sobredosis y jeringa, están ya preparadas para que cumplan con su cometido: poner fin a una agonía insostenible por el dolor. Desde el momento de esa decisión, su tenacidad cedió. Volvió a ser la simple mujer que encontró consuelo al pensar que ese final merecía el sostén de un gran afecto. Dejé escapar el aliento…, largo como la desilusión de mi amor y sentí que también moriría un poco.
— ¿Por qué yo? — le pregunté.
—Porque desde que te conocí pensé que eras el único capaz de quererme tanto como para dejarme ir— respondió.
Asentí con la cabeza, adiviné en el universo de tinieblas del cuarto que consumaba su propósito e inyectaba de tristeza mi futuro.
—Hará efecto en una hora. Me gustaría ver el río, ¿no me llevas? — preguntó con una conmovedora voz de niña.
Otra carrera alucinada en busca del coche; le abro la puerta, se acomoda y mientras ajusto la chalina blanca a su cuello, me besa sin pasión y me despide: —Gracias Julio.


Carlos Caro
Paraná, 14 de agosto de 2016
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