Era un
día común, de esos en que el sueño arrastrado y lo rítmico de los sonidos y
movimientos mantienen al cerebro en la vacuidad. Nada entraba ni salía, a
través de los sentidos, mientras me dirigía en el subte a trabajar. Sin
embargo, su atuendo celeste se hizo notar y vistió la estación de cielo. Cuando
entró al vagón las pequeñas rosas estampadas me parecieron un jardín. Su busto
eran dos canteros que hipnotizaban, su falda era como la brisa de la primavera
y la búsqueda en sus ojos terminó con la modorra paralizante. La llamé y le
señalé el asiento que, junto al mío, estaba libre.
—Alicia—
se presentó.
—Hola, me
llamo Juan— le aclaré.
Un presentimiento buscó la caja de proyectiles en
el armario y echó a rodar un destino inexorable.
Su
charla y anécdotas mantuvieron en vilo mi corazón el resto del viaje que
terminó dos estaciones después de la mía.
Sudoroso
y desaliñado por la carrera desde allí, en cuanto llegué a la oficina, me refugié en el baño. En el duplicado
de mi semblante escuché el reto del jefe y las burlas de los compañeros, los
odié por cada hora de vergüenza y degradación, por cada minuto de risa rancia
de desprecio y por cada instante de ese desaliento que me rechazaba. Los
enfrenté con Alicia en el alma y desaparecieron como espectros al amanecer.
La mano de Juan seleccionó la munición, la sopesó,
la acarició y, como premonición, la colocó en la mesa, junto a la otra, al lado
del papel de carta.
La llamé
por teléfono a la tardecita, pregunté por ella y cuando atendió le dije: — ¿Alicia?,
habla Juan, del subte— En silencio oí su respiración y, justo antes de colgar:
—Equivocado.
La
ilusión se resquebrajó como un parabrisas al que golpea el granizo de la
tormenta, al que martilla la locura o al que abate la furia de los puños.
La
busqué varios días en aquella estación y cuando subió hice lo mismo sin dejarme
ver. Bajó, bajé y esperé… Esperé una eternidad de luces blancas y de formaciones
que entraban y salían, una eternidad de gente sin rostro y con el afán desbocado.
De pronto, se materializó como un milagro y la seguí en una procesión devota
hasta una confitería. La miré, desde la calle, a través de los ventanales y el
cielo se nubló cuando él entró.
Pudo
haber sido un pobre diablo como yo, mas el rencor le puso saco y corbata, dos
metros de alto y una prestancia segura que lo distinguía. Sus dedos acariciaron
su cuello y su beso ocultó sus labios con la acostumbrada pasión de la pareja.
Comenzó a lloviznar, pero cuando secaba las lágrimas con la manga de la camisa,
cesaba.
Descargué
la angustia en el papel. Conté del acoso constante, del dinero justo, de la
esperanza con Alicia y la desilusión. Conté de la soledad sin límites y del hastío
infinito. Liberé de culpas y estampé una firma que, con un rayón, terminó en la
culata del revólver.
Elegí
una bala que entró mansa, perfecta y mortífera en el tambor. La otra, tras el
sacudón del disparo, cayó de la mesa y rodó por debajo de la puerta. Como
señora de vida o muerte tintineó en los escalones de la escalera de la pensión,
cruzó la vereda y, durmiendo en el empedrado de una calle suburbana, espera el
próximo desamor que la necesite.
Carlos
Caro
Paraná,
31 de julio de 2016
Obra derivada del original "La bala" de Estrella Toscani
Obra derivada del original "La bala" de Estrella Toscani
Como flashes cargados de locura y de soledad, me entran estas líneas, que a ratos parecen producto de una mente demasiado atormentada, la que puso en Alicia su última esperanza para salir del Pozo. Es seco, duro y amargo, perfecto para una despedida del que ya no tiene nada que perder.
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