De niños fuimos inseparables con la
secreta convicción de ser excluidos y únicos y, si bien la vida con sus
designios insospechados nos separó, cada tanto, me invitaba. En general lo
hacía a fines del otoño o a principios del invierno, antes que la melancolía se
congelara en olvido. Dejaba los experimentos y las cruzas que me ocupaban en el
invernadero y corría a su encuentro.
Visitar a Eva era alucinante, pues lo
extraño de la geografía no correspondía a la comarca. Parecía que me internaba
en otro país, otro continente u otro planeta. Atravesaba humedales con marismas
que reflejaban el humor del cielo y donde presentía el acecho de los saurios.
Nubes de mosquitos bailaban al son del viento y flamencos de una pata devoraban
sus larvas.
Adormilado por el traqueteo,
repentinamente, despertaba en el desierto. Descubría en la arena huellas de
escarabajos y las sinuosas líneas de las serpientes. Reverberaba el calor en
los cristales y, sobre las dunas, los espejismos mostraban cadenas montañosas
de cumbres blancas.
Así, con el Kilimanjaro en el
horizonte, me hundía en la sabana africana y, en los grupos de árboles mopane,
adivinaba los cuellos de las jirafas, las risas de las hienas y el rugido del
león.
Sacudía la cabeza y el ambiente mostraba
prolijos sembrados. En unos, el trigo bailaba descerebrado con el viento, ya
que se inclinaba sumiso o se erguía en onda marina. En otros, los girasoles que
durante el día amaban con la corona alta, al llegar la noche, dolientes, la rendían
sin dirección ni guía.
El orgulloso trencito, sobreviviente
de mil avatares económicos, llegaba a la estación de Altamirano cuyo jefe
eterno lo saludaba con la campana, al detenerse, como indicándole su exacto
lugar en el andén. La estación era de típica arquitectura inglesa, pero
liliputiense pues no se necesitaba más para la media trocha que alineaban los
durmientes.
Tomaba el camino del sur para llegar
a la casa y, si bien era largo, lo sentía propio. Más que caminar lo navegaba,
lo remaba con recuerdos, anécdotas, fantasías e imaginación. Notaba la maníaca
afición de Eva por los jacintos, pues al menos un kilómetro antes de llegar los
encontraba. Algunos pequeños, escurridizos y de un violeta fosforescente
cruzaban corriendo. Otros pesados, barrigones y tímidos me espiaban tras los
matorrales escondiendo su verde limón entre las sombras.
Una postal onírica y lisérgica distingue las
flacas formas de ella. Un turbante rojo y una chalina azul. Juegan vistosos jacintos
con la granja de fondo. La saluda un grito y, al verme, la alegría de sus
mejillas transforma el paisaje rural en las murallas y minaretes de un palacio
donde dedicamos unas semanas al “dolce far niente”, en esa cómoda afinidad de
los que se conocen desde siempre.
Repasamos confidencias, recuerdos y
jacintos memorables. También, aventuras que marcaron la juventud, los estudios
que desperdiciamos y los amores que no fueron. Sin querer, hablamos de más y nos
hiere la muerte abrupta de sus padres, así como nuestra deriva a la demencia
para escapar, con flores, de la oscuridad. Llegado el tiempo y en la penumbra
que precede al amanecer, dejé un beso dentro de un sobre para que me añore, saludé
a cada jacinto y partí con el anhelo de volver al año siguiente.
En su pena no consiguió llevar
adelante ni siquiera la granja. Tíos, sobrinos y parientes se hicieron cargo de
la heredad y la encerraron, por su chifladura, en un psiquiátrico donde me
apuré a socorrerla.
Al entrar en la habitación sentí que me
sumergía en la niebla. Encorvada, mustia y silente, nada quedaba de sus colores,
pues el sol que se vaciaba por el ventanal, la evitaba. Regresé a aquella
infancia, cuando prometí que su locura sería la mía y, sin palabras, le
entregué un ronroneante jacinto. Con esperanza, me miró y una vez más, en
silencio, le di mi palabra. Cubrió entonces la flor con la deshilachada chalina
y esta pareció, por un momento, traslucir el rojizo vegetal. Efímeros, sus
dientes se escondieron tras los labios y sus ojos tras su extravío.
Vuelvo a Altamirano todos los años.
Del onírico palacio queda la burda granja que, desatendida, oculta los jacintos
muertos entre las hiedras venenosas. También recorro los senderos, mantengo mi
promesa y guardo los bulbos salvajes que encuentro en el invernadero mientras
espero su regreso.
Mas ay…, son tantos los años, que el desaliento
me embarga y el cariño encanece.
Carlos Caro
Paraná, 23 de julio de 2016
Descargar PDF: http://cort.as/kTY6
Es uno de los relatos más preciosistas que he leído, te felicito Carlos…no solo por las flores que lo adorna, sino por estar situados los jardines en un lugar inhóspito, así que la mezcla de mosquitos, hienas, serpientes, rugidos marismas y coloristas flores es un buen contrapunto lírico, lo que hace que el relato sea único y raro (en el buen sentido) .
ResponderEliminarAlabo también el trabajo de documentación, pues escribir de lo que no se conoce, requiere esfuerzo adicional.
Solo hay una frase que no termino de entender: “La estación era de típica arquitectura inglesa, pero liliputiense pues no se necesitaba más para la media trocha que alineaban los durmientes” ¿media trocha que alineaban los durmientes?, ¿por qué liliputienses?
El fragmento en el que “navegas el camino” me ha encantado, no solo por la expresión sino por lo cromático del recorrido.
Me queda un regusto algo amargo por la incomprensión de la belleza de los parientes de Eva y por su apagado trayecto final.
Lo de liliputiense si que se entiende...es la arquitectura inglesa de la estación en pequeñito...pero lo de la trocha y los durmientes no lo pillo (tengo curiosidad curiosa)
EliminarLos trenes ingleses, a través de los años, variaron la distancia entre vías (trocha). La estación era tan pequeña que le alcanzaba con solo "media". Gracias por leerlo con sentimiento Isab...Tara. Un beso, Carlos
EliminarAclarado...otra palabra nueva para el saco (trocha)
EliminarOtro beso Carlos.